
El mundo del ensueño es el hábitat del paranoico. Nada hay que sea peor que permanecer atascado a medio camino entre la duermevela y el olvido, reviviendo cada acontecimiento ridículo o lamentable vivido.
Sucesos que creíamos piadosamente olvidados, gracias a su nimiedad, o tal vez corregidos y revalidados por nuestras acciones posteriores, he aquí que acuden implacablemente ordenados, como convocados a un juicio. Cada uno de ellos, bien provisto de detalles triviales, hirientes, acompañado de todas sus causas y consecuencias. Ya no se trata de pedazos de la biografía de un primo emigrado y desaparecido de idéntico número de DNI, sino acusaciones: así eres tú, aunque te esfuerces por negarlo. O más bien: así no eres pero así te ven, y así habrás de verte.
Avanzar en línea recta, sin detenerse, decidido y con las ideas claras, y volver a pasar una y otra vez por donde ya se ha estado. “Da igual, parece lo mismo pero no lo es. Estoy convencido de que al menos yo he cambiado, así que no hay repetición tal cual.” Pero tanta determinación de cambiar era su característica más destacada, la que siempre le había definido.
Acabar convirtiéndose en lo que siempre se ha sido.
Renacer por completo cada día, salvo por lo que se refiere a la memoria de los desengaños y los errores. ¿Cómo no se van a hacer cada vez peor las cosas, entonces?
Empezar y empezar de cero una y otra vez, recelando de lo poco que se recuerda de todo lo que se leyó, oyó, pensó o dijo la víspera. Si la consciencia de este renacimiento cotidiano fuera universal, tal vez viviríamos una vida gozosa -si fuera posible que todos cayéramos en la cuenta de que saber lo que pensaremos mañana.
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