Una, grande, liberal (digital)

Cada vez más a menudo, al visitar una librería, me viene a la cabeza la novela Fahrenheit 451. En primer lugar, debido a la proliferación de libros cuya existencia no por inevitable deja de ser un insulto a la inteligencia. En segundo lugar, porque actualmente resulta ingenuo imaginarse ningún Estado que pudiese desear la destrucción de los libros en general. Muy al contrario: incluso el emperador chino del cuento de Borges estaría encantado de tanto libro sobre temas de actualidad, a despecho de su contenido y sus planteamientos.

El público recibe con placer los libros que le han recomendado sus medios de formación favoritos y en ellos busca la confirmación (es decir, la repetición de lo mismo mediante palabras con más letras) de lo que ya tiene de sobras aprendido. Y si con esto no le basta, puede buscar aún mayor confirmación en el circuito de páginas web acorde a sus intereses.

Nadie que no sepa de antemano lo que va a hallar en dichas páginas web se molestará en buscarlas, nadie hallará en ellas nada que no conozca de antemano, salvo despistados y esos sufridos Agentes del Orden que se dedican, por lo que dicen, a buscar todo el día guarradas en la Red. (Antes tocaba preocuparse por las Cadenas de televisión.)

Claro que el uso de clichés y muletillas en estas condiciones ya no puede ser una mera señal de pobreza intelectual. Cómo se le va a identificar a uno a la primera si no; cómo va a distinguirse de los unos y de los otros. Con tanta proliferación se cuenta con muy pocas milésimas de segundo para atrapar al navegante descarriado

No hay tendencia ideológica que no disponga ya de sus propios canales de información, contrainformación y desinformación. En el hecho de que tanto los canales relativamente minoritarios y “alternativos” como los medios oficiales de manipulación compartan unas mismas preocupaciones podemos ver qué amplitud de miras tiene nuestra sociedad, qué grado de politización (léase afiliación, polarización o futbolización) se ha logrado en todos los sectores. Efectivamente, el Estado debe estar temblando al saber que tanto Jiménez Losantos como los Maulets buscan con tanto empeño la Verdad acerca de las mismas cuestiones.

No es imprescindible que tanta superabundancia ideológica sea producto del dinero de los diversos interlocutores sociales (partidos políticos, grandes empresas, iglesias varias). El vínculo es a menudo innegable, pero no necesario: ya nos había avisado el florecimiento de las ONGs que sobraban individuos civiles ansiosos de hacerse cargo de las actividades habitualmente asociadas al Estado del Bienestar, y el Estado reacciona agradecido, claro está. Cada vez que puede desembarazarse de una de sus competencias y endiñársela a unos particulares, más libre queda para dedicarse a los asuntos propios de las personas mayores.

En Fahrenheit 451, el Estado conseguía la absoluta idiotización global prohibiendo la escritura e imponiendo la imagen (televisión, cómics). ¡Vaya ingenuidad! Recordemos que la oficina de Ediciones en Lenguas Extranjeras de la URSS sembró el mundo de las traducciones a incontables idiomas de los autores textos admitidos en el panteón cultural soviético: además de lo que usted puede imaginarse, todo Shakespeare, Goethe, los griegos, Dante, el Quijote e incontables más. Así que no todo se reducía a simples catecismos. Al menos para quien supiese leer. O para quien no tuviera miedo a leer por sí mismo.
Que se sepa: los vejestorios alcoholizados del soviet supremo tenían bien claro que “el medio es el mensaje” ; el señor Ray Bradbury apelaba al culto fetichista a la alta cultura propio de la clase media yanqui a la que pertenecía. Herederos de este señor fueron los que profetizaban durante los ochenta y noventa la desaparición de la palabra escrita, y de la televisión y los cómics, a causa de Internet.
Ni que decir tiene que la expansión de la “Red de Redes” ha respetado a los demás medios de formación de masas y que todo rumor de supuestas rivalidades se reduce a trifulcas de multimillonarios: la compenetración, por lo demás, es perfecta. Aunque nadie habría imaginado a quién se debería este éxito. Supongo que el espectáculo, que hace quince años se encontraba estancado en su etapa integrada, a la que había accedido tras superar exitosamente las etapas concentrada y difusa, como es sabido, ha dado entretanto otra vuelta de tuerca y ahora se encuentra en una etapa que podríamos llamar, provisionalmente, “fase de lo espectacular civil”.

Para que se me entienda (si es que alguien ha llegado hasta aquí): que en cuanto a capacidad de intervención cívica somos algo así como esos individuos que hacen carísimas llamadas telefónicas a cambio de meter baza fugazmente en una tertulia en la que de todas formas no se le consentirá decir nada nuevo.

Nadie habría esperado hallarse masas y masas de individuos de tal especie, más ansiosos por entrar en el juego de lo que nunca se habría sabido planificar.
Son el corolario de esta situación, y no su crítica, estos innumerables individuos que pasean públicamente su opinión e inmortalizan en sus blogs sus reacciones ante las opiniones vertidas ese día por los tertulianos que quisieran ser.

Las incontables instancias extra, seudo y paragubernamentales que por ahí sueltan sus secreciones impresas no dejan de participar de lo gubernamental, como indica su nombre.* Tanto da que no sean todas o no sean del todo mafiosas, eclesiales o militares. Llama la atención que se afanen en hacerse sitio entre los profesionales de la formación de masas con propósitos confirmativos, correctores, regenerativos, hasta un punto que antaño, incluso en los ambientes más reaccionarios e identificados con el status quo, era impensable.


*Lógicamente, todos estos colectivos, dedicados a producir panfletos desde la periferia del aparato estatal, o mimetizándolo, o intentando refundarlo, tienen las limitaciones, aspiraciones y servidumbres propias de todo lo vinculado al Estado. El propio nombre lo dice: considerarse extragubernamental, seudogubernamental o paragubernamental indica, antes que nada, la propia querencia por lo gubernamental. Igual que los paramilitares suelen ser, sobre todo, militares, elevados además al cuadrado o al cubo.

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