Conocí a una persona que asistía con unción fanática a las charlas que cierto filósofo trágico celebraba cada miércoles. Pasó un año tras otro, y él se negaba a perder una sola.
Una vez que su novia le propuso romper la rutina yendo esa vez al cine, contestó que ese filósofo, enemigo de sistemas, totalidades, de la posibilidad de conocer nada, era el único que, en todo el siglo, había desarrollado un sistema.
Lo primero que a uno le entraban ganas de decir era que, precisamente, eran sistemas lo que no nos había faltado y que, además, en esta ocasión en concreto, el verdadero sistema era la forma en que mi amigo había planificado su vida en función de los miércoles de dicho personaje.
Más tarde, pensando en estas palabras, recordé una frase de Tristan Tzara, “la falta de sistema también es un sistema”, y tuve claro que con el paso del tiempo uno acaba descubriendo que hasta la mayor salida de tono, ocurrencia sin mayores consecuencias a primera vista, mero fruto de las ganas de incordiar, acaba resultando una observación moralista, poso de los desengaños vividos
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