Parábola 3

El juez-rey ordena que le traigan una espada y partan en dos al niño.
El trabajo del juez-rey empieza por evitar que pueda salir beneficiada ninguna de las partes.
Ordena a su verdugo dividir ahí mismo al niño y tener la espada lista para descargarla sobre la madre adecuada, pues, como parece lógico, la verdadera madre, necesariamente bondadosa, será la que más llore y suplique, habiendo la otra de ser ejecutada como responsable del perjuicio causado a la primera y, a la sazón, al niño...

No es un farol que deje en demasiado buen lugar a quien lo echa...
Figurémonos que alguna vez fue llevado a cabo (no en vano comenta el Libro Gordo que las entrañas de las litigantes se conmocionaron), imaginemos a toda la Corte del gran Salomón pasmada, desmayada, histérica, vomitante... toda, menos Salomón y su verdugo...
El rey, un tanto desconcertado por la falta de aplauso, manda limpiar la sala y que hagan pasar a los siguientes (revuelo en la sala de espera, "usted primero, hágame el favor", "¡faltaría más!", "se lo ruego")...

Bien se dice que todos los que presenciaron y supieron del juicio le reverenciaron, viendo que en él había una sabiduría divina para hacer justicia.
O más bien, quedaron absolutamente convencidos de que la justicia verdadera sólo puede ser divina: la terrenal sólo sirve para perjudicar por igual a culpables e inocentes.
Salomón, el admirado, el ejemplo de justicia, es el modelo de gilipollas, el ejemplo vivo y universal de que cualquier fallo judicial siempre será peor que ninguno y que sólo demostrará que, sea cual sea el perjuicio encausado, mayor perjuicio puede causar el juez.

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