Curiosamente, a nadie se le ha ocurrido jamás proponer, que yo sepa, que obras de un mérito artístico infinitamente superior como las pirámides sean consagradas a la memoria de los incontables millares de esclavos de los faraones.
Difícil tiene cualquier Gobierno dar un uso “civil” a testimonios de esta naturaleza sin que suponga la aplicación de un nuevo maquillaje conformista (de lo más beneficioso para asesinos y cómplices, por mucho que, con aspavientos de histeria, verdaderos o fingidos, den a entender lo contrario), ni implique que el presente Estado se reconoce descendiente directo del franquismo.
Eso es lo que daría a entender todo intento de reciclaje: que se conserva dentro lo que dice dejar atrás, del mismo modo que cada escalón de la escalera contiene todos los escalones que llevan hasta él. Al final, la polémica se revela vacía, tramposa.
¿Cuántos estarán dispuestos a poner los restos de sus familiares junto a los de su verdugo?
No se entra en un tema que parece frívolo en este contexto: ¿es simplemente posible que los mamotretos franquistas admitan un uso civilizado?
Tal vez ministerios y políticos sean capaces de otorgar mediante decreto un nuevo significado a tales objetos, incluso conseguir que alguien invente alguna forma de borrar el recuerdo de su origen.
No obstante, pese todo arreglo, a causa de su extrema fealdad, su radical carencia de méritos estéticos, seguiría siendo indecente consagrarlos a la memoria de cualquier clase de víctimas.
Estéticamente, resultan perfectamente coherentes con los méritos espirituales y la profundidad ideológica de Franco y sus adláteres.
Transcurridas más de tres décadas desde la muerte del dictador, nunca les ha podido atribuir nadie el menor simbolismo ni función, a excepción de enfebrecidos grupúsculos.
Sólo para ellos, y a duras penas, pura fe, supongo, han mantenido su valor primigenio (y único posible) de objetos de propaganda y autobombo de un régimen totalitario, mal imitador del merchandising mussoliniano.
Deberían consagrarse a la educación, a atestiguar que el mal sí tiene a veces un correlato estético y que la fealdad y la pretenciosidad también son una forma de opresión y castigo, y de educación en la sumisión.
Que den fe del aplastante y larguísimo reinado de la mezquindad moral, que enseñen que los Estados no se fundan en la Justicia, que los asesinos suelen envejecer cómodamente.
Que se evite, en fin, decir o dar a entender que la democracia actual es una victoria retardada de la luz sobre las tinieblas.
Que no se ofenda a los muertos con la aureola de mártires, cuyas vidas fueron el precio gracias al cual podemos disfrutar de nuestro maravilloso presente…
No estaría mal que artistas verdaderos idearan la forma de preservar estos horrores conforme sus méritos.
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