Todos en el mismo barco

Había una vez una remota islita tercermundista que se alegraba de carecer por completo de recursos naturales, interés geopolítico, de haber pasado desapercibida al olfato de los perros de presa de la Historia. Salvo el ocasional monzón y la proximidad de alguna que otra prueba de armas nucleares, nada tenía que temer del exterior.
Un día sus habitantes descubrieron en sí mismos una utilidad a la que no escapaba ningún ser viviente: pues precisamente en cuanto vivientes servían para ser blanco de las bombas y luego de la ayuda humanitaria.
“Así que no sólo el cambio climático, sino también esto, es la globalización”, maldecían en su último suspiro, que los reporteros tradujeron como piadosas invocaciones a algún ingenuo dios pagano.

Por decreto nada queda al margen: el reparto que adscribe distintos papeles, distintos beneficios suprime cualquier diferencia efectiva. Todo el terreno –geográfico o humano- está parcelado para la explotación del mismo cultivo. Visto a la distancia adecuada, todo resulta un tejido regular y homogéneo. Todo accidente que discuta esta planificación industrial -sea acto de resistencia o catástrofe provocada por la actividad explotadora misma- es diligentemente corregido.

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