
Imaginemos la ciudad rapada, igualada apenas a la altura de la mitad del primer piso por un repentino tifón. Sin techos, las ruinas parecen un laberinto.
Cuesta distinguir qué era antes interior y qué exterior. Tampoco habría más razón para intentarlo que las ganas de matar el rato.
(Hay que imaginar esto con el suelo repleto de cascotes y bajo un suelo casi blanco de tan achicharrado por el sol cayendo a plomo.)
Unas ráfagas de aire africano agitan los rasgones de papel que aún cuelgan de los muros. Estos jirones de carteles y de papel pintado proyectan cambiantes triángulos de sombras violáceas.
En las paredes se confunden los motivos de empapelado con las rotulaciones ilegibles. Se mire por donde se mire, se acumulan fragmentos caóticos de texto mudo.
Sin profundidad de campo: todo lo que habitualmente cuelga desapercibido por encima de nuestras cabezas a lo largo de las calles de una ciudad, yace aquí por los suelos. Rótulos luminosos, balcones de forja retorcidos, antenas y más antenas, revelan ahora la insospechada variedad formal que había alcanzado su industria.
Los cables se extienden, entrecruzan y persiguen... Pero en este museo de las ratas, esta Pompeya nuclear, el paseante puede desarrollar su deriva a salvo de tentaciones interpretativas. Ante la pura maravilla del descubrimiento del entorno por sí mismo, ni se le pasará por la cabeza preguntarse por las adivinanzas y retruécanos que pudieron contener, cuando estaban en pie, estas galerías.
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