Que nadie se atreva a ponerlo en duda: Wehrmacht Smith falleció en honroso ejercicio de su deber. Le gustaba mostrarse firme pero riguroso. Ante la gente como Dios manda era asertivo y terminante; cuando las circunstancias se lo imponían, sabía ser inflexible. ¿Tenía él la culpa de que incontables experiencias le hubieran enseñado a desconfiar cada vez más de la naturaleza humana? Pensemos en todas las horas que tuvo que pasar desgañitándose, repitiendo los mismos cuatro vocablos (“¡siéntate!”, “¡cállate!”, “¡levántate!”, “¡ven!”) ante individuos que fingían no hablar su idioma y gesticulaban mucho: al final, esa gente acababa sentándose, callándose, levantándose o acercándose al instante, dejando patente su naturaleza vaga y mentirosa, y que además, era por pura mala leche por lo que habían estado poniendo a prueba su paciencia y la resistencia de sus cuerdas vocales. ¿Quién no reaccionaría con indignación en su caso? Todo confirmaba lo que resultaba evidente ya de lejos, y que siempre había venido anunciando su aspecto, gestos, vestimenta, proveniencia, sexo, color y actividades o falta de actividades: toda esta gente siempre se traía algo entre manos y tan sólo recurría a trucos patéticos para desviar la atención. Poco importaba que esta teoría fuera aplicable a la humanidad en general y que, conforme a ella, pobre suerte correría el mismo Sr. Smith al menor percance que le ocurriera alguna vez haciendo turismo en el extranjero. De hecho, los miembros de análogos cuerpos de seguridad foráneos que acudían a él no recibían un trato menos estricto que cualquier otro: ¡quién sabía si en su país no darían la placa a cualquier gentuza!
En rutinario y fiel ejercicio de sus atribuciones estaba cuando reventó la vena de su garganta, lo que ocasionó su muerte. En la zona de recepción se encontraban unos niños orientales que ora charloteaban ora hacían pucheros, siempre ajenos a todo, y especialmente a las voces con que Smith imponía orden. Nadie sabía qué oficina había devorado a los padres de estas criaturas a las que nuestro héroe conminaba a guardar silencio y mantener las debidas formas, en vano. Aunque hacía plena exhibición de su habitual talante, los niños se emperraban en mostrarse indiferentes a la seriedad inherente al lugar, prosiguiendo con sus sollozos, canturreos y fiestas en un idioma desconocido, y era más esa indiferencia lo que le molestaba, dado que barullo no faltaba en el establecimiento; barullo que, en cierto modo, Smith fomentaba, al ser incapaz de no expresarse sino a gritos y de no interpretar toda reacción, o falta de ella, como una afrenta personal. Así que el agente Wehrmacht Smith voceaba cada vez con mayor énfasis sus órdenes sin que los niños, perdidos en su propio caos e ignorando que alguien pudiera estar dirigiéndose a ellos, le hicieran el menor caso ni reconocieran su existencia, ni siquiera cuando, víctima de tanta ira, el protagonista de nuestro relato se puso repentinamente amarillo y cayó fulminado al suelo. Relucía su lengua, que se había quedado negra como el caparazón de un bicho, entre unos amoratados labios. Los niños nunca llegarían a enterarse de lo que se contaba en el barrio del fallecido: que una vez, de una patada, había lesionado permanentemente a un perro que, en su opinión, le ladraba demasiado.
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